Que el Gobierno español participe destacadamente en un congreso de la
lengua española, y un congreso además que se dice dedicado en
particular al libro, parece sobre todo un gesto de humor negro. Estos
congresos, a juzgar por la muy limitada experiencia que tengo de alguno
de ellos, son sobre todo ocasiones para que las oligarquías políticas de
los países de habla hispana se entreguen a celebraciones de la belleza y
la pujanza del español que alcanzan espesores selváticos de palabrería.
No hay discurso en el que no se den cifras triunfales sobre el número
de hablantes de nuestra lengua, en particular sobre su avance
demográfico en los Estados Unidos. Y ni siquiera faltan los oradores que
aluden piadosamente a los millones de fieles que rezan en español.
Estuve en el congreso de Cartagena de Indias,
en 2007, y los discursos se sucedían sobre nuestras cabezas tan
implacablemente como borrascas atlánticas, cada uno más entusiasta y
florido que el anterior, con esa tendencia a la proliferación verbal y a
las oraciones subordinadas que parece ya congénita en un idioma maleado
durante siglos por predicadores religiosos, leguleyos fulleros y
demagogos civiles o castrenses.
Que yo sepa, no hay congresos de la lengua inglesa, por ejemplo, y
jamás he escuchado a ningún político americano o británico glosar su
variedad y riqueza ni felicitarse por el número de sus hablantes. En Francia
sí que hay más propensión a celebrar la lengua francesa, y hasta a
adoptar medidas políticas de eficacia dudosa para limitar el contagio
del inglés. Pero es que en Francia, a diferencia de en España o de
cualquier país de habla española, hay una conciencia muy clara del valor
real de la lengua como fuente de prosperidad y como indicio de
civilización.
Ahora parece mentira, pero hubo un tiempo, no hace mucho, en que
estuvo de moda en nuestro país mirar a Francia un poco por encima del
hombro, como un país que se había quedado antiguo, rancio, estancado.
Mientras tanto nosotros nos modernizábamos aceleradamente, bien con la
murga de la “movida”, que sigue mereciendo ponencias en los congresos
universitarios más lánguidos del Medio Oeste, o bien con aquel dinamismo
que en 2003, cuando la invasión de Irak, nos puso del lado de aquellas dos lumbreras, George W. Bush y Tony Blair, muy por delante de lo que Donald Rumsfeld, Dick Chaney, Wolfowitz
y otros héroes del belicismo civilizatorio y la desregulación
financiera llamaban tan desdeñosamente “la vieja Europa”. Bastaba darse
una vuelta por Francia, entrar a una librería, ver desde fuera la
arquitectura de uno de esos lycées formidables, charlar en un
aula con el profesor de literatura y con un grupo de alumnos, para
comprobar la solidez de unas diferencias que cada día se van agrandando.
Con mayor o menor acierto, con éxito desigual, las élites políticas
francesas actúan con la plena conciencia de que la salud del idioma es
inseparable del estado de la educación y de la cultura, y forma parte
del equipaje de la ciudadanía. Las élites, por llamarlas de algún modo,
españolas, y una gran parte de las latinoamericanas, cultivan la
retórica del español y al mismo tiempo hacen todo lo que pueden por
perjudicarlo. Unas veces lo hacen a conciencia; otras por inercia o
estupidez. En aquel congreso, cuando a mí también, qué remedio, me llegó
el momento de dar un discurso, dije que el enemigo del español no era
el inglés, sino la pobreza, y que la importancia de un idioma no se mide
con cifras, porque todas las lenguas son iguales en su capacidad para
nombrar y relatar el mundo, y porque lo que cuenta es el grado de
bienestar, de educación, de creatividad y pluralismo político de quienes
lo hablan. Que unos cincuenta millones de personas declaren el español
como lengua natal en el último censo de los Estados Unidos puede llenar
de orgullo a los nacionalistas de la lengua, en una época en la que
proliferan nacionalistas de casi cualquier cosa. Lo que hará falta saber
es cuál es el grado medio de bienestar de esos hablantes, cómo es el
cine, la radio, la televisión que se dirigen a ellos, cuál es su índice
de lectura de libros, qué calidad y qué difusión tienen los periódicos
en los que se informan, cuántos llegan a la universidad, qué posición
social se reconoce al idioma, cuál es su presencia y su visibilidad
verdadera en la cultura y en el debate público del país.
Me temo que de esos datos no se hablará mucho en el congreso. Las
élites latinoamericanas son tan aficionadas a la retórica del español
como a la del indigenismo, pero su horizonte intelectual suele situarse
en los shopping malls de Miami. En nuestro país, la ineptitud
general y la negligencia de otras épocas ha dado paso, con este
Gobierno, a una beligerancia vengativa. En el congreso de Panamá el
príncipe y el ministro de Educación y Cultura y demás autoridades
competirán entre sí a ver quién segrega más palabrería untuosa sobre el
español. Pero desde hace años, metódicamente, con toda la saña del
ignorante hacia el saber y todo el resentimiento casi genético de las
clases dominantes españolas hacia la ilustración, el Gobierno central, y
los Gobiernos regionales y Ayuntamientos que le son afines, parecen
empeñados en debilitar y hasta eliminar cualquiera de las formas de
creatividad y de conocimiento que se hacen en nuestro idioma. Han
arruinado los teatros y los cines subiéndoles insensatamente los
impuestos. Han castigado a los maestros y a los profesores de la
enseñanza pública reduciéndoles los suelos y obligándoles a dar clase en
aulas superpobladas. Han destruido una gran parte del tejido de
investigación científica que costó tanto levantar. Han ahogado a las
revistas culturales eliminando suscripciones a las bibliotecas públicas,
tan castigadas en sus presupuestos que muchas veces ya no pueden
permitirse la compra de libros nuevos. Han seguido permitiendo la
impunidad de la piratería, sumiéndonos más aún en un descrédito
internacional que perjudica más aún la imagen ya penosa de nuestro país,
y que además contribuye al enriquecimiento de esas compañías de
telecomunicaciones que ofrecen luego puestos tan bien remunerados a los
exministros. (En esto hay que reconocer que el mérito no les pertenece
en exclusiva: la izquierda es tan culpable como la derecha de cultivar
la demagogia de lo gratuito). Subvencionan el fútbol, las corridas de
toros, las fiestas más brutales, los casinos, la fabricación y la venta
de coches: pero no hacen nada por defender una industria del libro que
es la más importante del mundo en español y por lo tanto crea riqueza y
puestos de trabajo. En Francia la izquierda y la derecha se unen para
poner límite a los abusos insolentes de Amazon y defender las librerías: en España, el presidente de la Comunidad de Madrid inaugura oficialmente el almacén de Amazon.
Quizás el ministro de Educación y Cultura aproveche su asistencia al
congreso del español en Panamá para enorgullecerse del logro más sólido
de su mandato: la declaración de la fiesta de los toros como bien de
interés cultural. Es una vieja tradición de la carcundia española.
Fernando VII ya cerró universidades y fundó escuelas de tauromaquia.
Antonio Muñoz Molina
El País