jueves, 29 de septiembre de 2011

"No hay diferencia entre lo que hace el banco y lo que hacen expropiadores y falsificadores, que es crear el dinero de la nada". Entrevista a Nuria Well

Entrevista a Núria Güell
Promotora cultural y activista social

Imágenes para la solidaridad

"No hay ninguna diferencia entre lo que está haciendo el Banco y lo que están haciendo diferentes expropiadores y falsificadores de dinero, que es crear el dinero de la nada"

Núria Güell , es Promotora Cultural. Repiensa la ética practicada por las Instituciones que nos gobiernan. Le interesa detectar los abusos permitidos por la “legalidad” establecida. Pero si por algo está ultimamente en la boca de todo el mundo es por su publicación: "COMO EXPROPIAR A LOS BANCOS", un manual que nos enseña a bajarnos de este mundo y entrar en esa otra realidad que es la de ser libremente insolvente y saber expropiarle al banco todo el dinero necesario. No os lo perdáis. 

viernes, 23 de septiembre de 2011

Simplemente... Forges


Forges
El País (23/9/2011)

NR. Attac Murcia.
Desde aquí nuestro reconocimiento, admiración y un abrazo.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Bolsas y cajas

Se introdujeron en Europa en los años setenta, un poco más tarde en España. Eran cómodas, baratas, vistosas, desechables. Todo el mundo te daba una y, como no había que pagar por ellas, mucha gente cogía dos o tres al vuelo, incluso si no las necesitaba para nada. En esa época, y todavía hoy en muchos países pobres, se las acumulaba, se las adoraba, se les rendía una especie de culto, como al oro o a los dioses. Quizás porque era la única cosa que se podía sumar sin límites o porque se asociaba originalmente a la riqueza de los centros capitalistas, lo cierto es que en las zonas más desfavorecidas del planeta, en las aldeas perdidas de Marruecos o en los barrios más castigados de El Cairo, se podía percibir una extraña avaricia aciaga, una multiplicación voraz en todos los formatos y todos los tamaños. Cada vez había más en las casas; cada vez llegaban más a los vertederos y su loca levadura cancerosa producía una suerte de alegría de la abundancia entre los que no tenían nada. La primera vez que me dieron una en un comercio de La Habana, hace pocos años, me puse muy triste; porque revelaba un rumbo económico y ecológico descarriado y porque la dependienta me la entregó con el orgullo de quien confunde un salto hacia el abismo con un salto hacia adelante. Como en Epistolario del subdesarrollo, la canción que Silvio Rodríguez escribió en 1969, es siempre muy fuerte el deseo de liberarse de la sensatez que oprime y de atarse a la insensatez que libera -sobre todo si viene de Europa o de los EEUU. 

Hoy las bolsas de plástico han invadido el planeta. Para que nos hagamos una idea, en el año 2002 se produjeron en todo el mundo entre 4 y 5 trillones de unidades. En 2008, sólo Europa fabricó 3, 4 millones de toneladas y desechó 100 billones de ejemplares. Algunas bolsas de plástico son prácticamente indestructibles, como las almas cristianas; otras tardan en disolver todo rastro de su existencia entre 180 y 400 años, ocho veces la edad media de vida en Sierra Leona. Por lo demás, unas 270 especies marinas ven afectada su supervivencia por culpa de estos polímeros químicos, derivados en su mayor parte del petróleo, que flotan a la deriva en los océanos. Como es sabido, en el norte del Pacífico, se ha localizado una gigantesca isla flotante de basura, compuesta sobre todo de materias plásticos y cuya extensión de 1,4 millones de kilómetros cuadrados triplica el territorio de España. 

Pero esta invasión imparable y potencialmente letal, acompañada o alimentada por el júbilo de la abundancia, proporciona una buena metáfora de las trampas lógicas del capitalismo. Recuerdo que a finales de los ochenta, cuando en las casas españolas había más bolsas de plástico que pulgas en un perro o ratas en un barco que se hunde, empezó a resultar inquietante este excedente a todas luces inaprovechable. ¿Qué hacer con ellas? La idea de que cada una de ellas podía resultar útil en algún momento impedía tirarlas a la basura; su exceso las hacía en conjunto completamente inútiles. Esta superfluidad materializada en todos los rincones de la cocina producía casi una cierta desazón metafísica; de los cajones salían bolsas de plástico, de los bolsillos brotaban bolsas de plástico; las bolsas de plástico comparecían aquí y allá, como medusas fuera del agua, o fantasmas blandos, invocando un uso imposible, proclamando su redundancia fatal. ¿Para qué podían servir?

Entonces alguien inventó otra bolsa, esta vez de tela, a veces en forma de animal, para guardar las bolsas de plástico. El alivio fue inmediato. Digamos que todas las bolsas inútiles podían guardarse juntas en la única bolsa que era realmente útil y cuya utilidad estaba precisamente justificada por la inutilidad de sus huéspedes. Parecía una magnífica ocurrencia. Pero en realidad este alivio traducía una extraña paradoja, un curioso cortocircuito lógico o tautología viciosa, en virtud de la cual se invertía la relación entre continente y contenido y era éste el que parecía encontrar justificación al mismo tiempo que alojamiento. ¿Para qué sirven las bolsas de plástico? ¡Por fin lo sabíamos! ¡Para guardarlas en la bolsa de tela! Las bolsas de plástico volvían a ser útiles, cumplían una función, encontraban un sentido a su existencia. No es que la bolsa de tela sirviera para guardar las bolsas de plástico sino que las bolsas de plástico -cuya inutilidad hasta entonces tanto nos inquietaba- servían ahora para rellenar la de tela; y por lo tanto, había que adquirir más y más bolsas de plástico para mantener siempre llena la de tela; e incluso comprar otra bolsa de tela, y apresurarse a llenarla, cada vez que no cabían más bolsas de plástico en la primera. Las bolsas de plástico servían para rellenar las bolsas de tela que servían para guardar las bolsas de plástico. De manera que cada vez había más bolsas de plástico y más bolsas de tela en la cocina. Lo que quizás explica por qué hay hoy un basurero flotante más grande que España y Francia juntas en el océano Pacífico.

Pero esta paradoja de la inutilidad recíproca -de la utilidad encantada- explica también por qué aceptamos con alborozo, como grandes logros de la evolución humana, las monstruosas redundancias del capitalismo. Digamos que el capitalismo siempre está inventando -sobre todo está inventando- bolsas de tela para guardar bolsas de plástico. Siempre está inventando soluciones muy funcionales a un mundo que en realidad no funciona. Por ejemplo: la autopista de circunvalación subterránea más grande del mundo, la M-30 de Madrid, es una obra de ingeniería refinada y eficaz que viene a justificar como razonable la miseria vital de la mayor parte de los madrileños: el exceso de coches con sus secuelas ambientales, la distancia cada vez mayor entre el hogar y el trabajo, la imposibilidad de educar a los propios hijos o la reducción del tiempo de ocio (Javier Mestre ha publicado recientemente una interesantísima novela sobre su construcción). Por ejemplo: el mercado mismo, como distribuidor de recursos, es una magnífica solución que viene a justificar como razonable la previa inutilización de la mayor parte de los recursos individuales y colectivos. 

El mayor invento de la humanidad no son las bolsas de plástico, sino las cajas. La caja craneal y la caja torácica, donde guardamos el corazón; los libros, cajas de letras; y la caja de música; y la cajeta, que es como en México llaman al dulce de leche. La rueda misma se inventó, no para acarrear bolsas sino cajas: el carro, en efecto, es una caja rodante. Y el impulso de la tecnología ha sido siempre el de inventar cajas cada vez más pequeñas con una capacidad cada vez mayor: los soportes informáticos son cajas diminutas en las que cabe varias veces el mundo -y en ese sentido, en términos tecnológicos, son lo contrario de una bomba atómica, que puede destruirlo varias veces.

Una caja de libros es una caja llena de cajas: lo contrario de una bolsa llena de bolsas. En esta última semana he recuperado una parte de mi biblioteca, varada en una de las estaciones de mi vida. Durante dos días he sacado de 20 cajas de cartón decenas de libros, tocados, vividos, subrayados, anotados. He acabado tan cansado como si picase piedra en una cantera; y me duelen tanto los riñones como si fuese cargador de puerto. Hay algo muy bonito en este hecho antiguo, un poco primitivo, de que la cultura ocupe lugar. Pero también, mientras resucitaba un libro tras otro entre mis manos, me he sentido un poco apremiado y acosado: todo a mi alrededor me parecía excesivo, como si en la capacidad misma de producir hubiese algo canceroso e irrefrenable; como si todo ese papel fuese una excrecencia de mi cuerpo y tuviese que cargar el resto de mi vida con una monstruosa jiba de miles de kilos sobre la espalda, con un enorme caparazón de tortuga de pequeñas posesiones calcificadas. Y he sentido la necesidad de dejar sólo el cielo, las montañas, los dos brazos. Y una pequeña caja que contenga todas las cosas que el capitalismo aún no ha robado.

El capitalismo inventa sin parar bolsas para guardar bolsas. Carguemos pocas cosas, pero siempre en cajas.
La Calle del Medio

jueves, 15 de septiembre de 2011

Libro: "El espacio público como ideología"


"El espacio público como ideología" 
 Manuel Delgado 
Editorial Catarata

Si urbanistas, arquitectos y diseñadores pueden concebir el espacio público como un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, es decir, como un complemento para operaciones urbanísticas, existe otro discurso en el que este concepto se entiende como la realización de un valor ideológico. 

El espacio público es entonces el lugar en el que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso, etc., y por el que se desearía ver transitar a una ordenada masa de seres libres e iguales que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía. 

Sin embargo, como afirma Manuel Delgado al analizar ese sueño de un espacio público hecho de diálogo y concordia, éste se derrumba en cuanto aparecen los signos externos de una sociedad cuya materia prima es la desigualdad y el fracaso.
 
 
Manuel Delgado

Licenciado en Historia del Arte y doctor en Antropología por la Universitat de Barcelona, es desde 1984 profesor titular de Antropología Religiosa en el Departament d’Antropologia Social de la Universitat de Barcelona y coordinador del programa de doctorado Antropología del Espacio y del Territorio, así como de su Grupo de Investigación sobre Espacios Públicos. Director de las colecciones “Biblioteca del Ciudadano” (en la editorial Bellaterra) y “Breus clàssics de l’antropologia” (en la editorial Icaria), es miembro del consejo de dirección de la revista Quaderns de l´ICA, forma parte de la junta directiva del Institut Català d’Antropologia y es ponente en la Comisión de Estudio sobre la inmigración en el Parlament de Catalunya. Ha trabajado especialmente sobre la construcción de las identidades colectivas en contextos urbanos, tema en torno al cual ha publicado artículos en revistas nacionales y extranjeras. 
 
Además, es editor de las compilaciones Antropología social (1994), Ciutat i immigració (1997), Inmigración y cultura (2003) y Carrer, festa i revolta (2004), así como autor de los libros: De la muerte de un dios (Barcelona, 1986), La ira sagrada (1991), Las palabras de otro hombre (1992), Diversitat i integració (1998), Ciudad líquida, ciudad interrumpidaEl animal público (Premio Anagrama de Ensayo, 1999), Luces iconoclastas (Barcelona, 2001), Disoluciones urbanas (2002), Elogi del vianant (2005), Sociedades movedizas (2007) y La ciudad mentirosa (2007). (1999),