sábado, 29 de noviembre de 2008

Libro


Elogio de la lentitud
Carl HONORÉ
Edit. RBA

En Londres, un estresado periodista económico de nombre Carl Honoré se dispone a leer un cuento a su hijo Benjamin antes de dormir. Es la clásica leyenda de príncipes y hadas. Interminable y aburrida para Carl, a quien espera la cena por terminar, las noticias de la tele y varios e-mails sin responder. Prueba a saltarse una página del libro, pero el pequeño de dos años le obliga a retroceder: “¡Papá, vas demasiado rápido!”. Carl recupera el pasaje perdido y mira a su hijo buscando alguna pista del tiempo que le queda para dormirse de una vez. Y así hasta que uno de los dos se agota. Esa noche le ha tocado al pequeño, que se duerme un minuto antes de que su padre pierda la paciencia. “Esto no puede seguir así”, piensa Carl, sintiéndose el hombre más egoísta del mundo, pero a la mañana siguiente tiene que coger un avión y va a contrarreloj. Razones de fuerza mayor.


Unos días después, Honoré hace tiempo en el aeropuerto de Roma para volver a casa. Rebuscando por las novedades de la librería da con un invento que le parece genial: ¡clásicos infantiles compactados en un minuto! “Uno que tiene el mismo problema que yo”, piensa, y se dispone a tirar de la tarjeta de crédito para traerse a casa el CD de Hans Christian Andersen comprimido para ejecutivos con hijos. Justo aquí, nuestro personaje sitúa el punto de no retorno de esta historia: “De repente pensé: ¡Dios mío, ¿en qué me estoy convirtiendo?”. La historia es real. Su protagonista, Carl Honoré, existe y sigue viviendo en Londres, pero hoy es conocido como un gurú antiprisa. Su libro Elogio de la lentitud (RBA, 2005) ha sido traducido a 25 idiomas y va por la sexta edición en España.

Todas las personas que hoy se confiesan defensores de la lentitud o incluso de la pereza, con posturas que oscilan entre la comprometida militancia y la sabia intuición, pueden identificar el punto de inflexión en que la propia aceleración de su ritmo de vida les hizo echar el freno y decir: “¡Hasta aquí hemos llegado!”.

Esta generación lleva a sus espaldas 150 años de velocidad frenética, que se iniciaron con la revolución industrial y han desembocado, por el momento, en el mundo acelerado que hoy disfrutamos, con Internet a la cabeza y aviones y coches supersónicos; pero también con engendros como el azucarillo de disolución ultrarrápida, para ejecutivos que no tienen tiempo de remover su café de la mañana, o la misa drive-through, una especie de funeral exprés al uso en Estados Unidos que consiste en colocar el ataúd a la entrada de la iglesia para que la gente pase en sus coches y desde allí tire una flor, se despida del difunto y salga pitando.

A día de hoy se esperaba que las máquinas hubiesen hecho mucho más por los hombres. “¿Os acordáis de cuando nos decían que los aparatos iban a trabajar por nosotros y que a finales del siglo XX la jornada laboral no pasaría de las 20 o las 25 horas semanales?”, pregunta a la audiencia John de Graaf, miembro de Take Back Your Time, una asociación estadounidense que convoca cada 24 de octubre el día de los relojes caídos. El auditorio de la conferencia asiente. “Pues aquí estamos, trabajando 200 horas más al año que en 1970”. Y es cierto. ¿Qué ha pasado con el tiempo que debía sobrar después de comprimirlo todo hasta la mínima fracción posible? En teoría debían quedarnos muchos minutos para nuestras cosas. Pero no ha sido así, el mundo de la velocidad ha disparado como nunca el consumo de ansiolíticos; la gente no sólo no dispone de más tiempo, sino que tiene la sensación de que no llega a nada y, sobre todo, de que no puede disfrutar de lo que ya ha conseguido porque continúa sin tener tiempo. Y time sigue siendo money.

Pero el personal empieza a rebelarse. El dato de las ventas del libro Elogio de la lentitud no es casual. Un éxito similar ha tenido en España otro ejemplar de nombre muy parecido, pero mucho más transgresor: Elogio de la pereza (Planeta, 2005). Su autor, Tom Hodgkinson, fundador de la revista The Idler (literalmente, El Vago), considera su obra “el manifiesto definitivo contra la enfermedad del trabajo”. A lo largo de sus casi 300 páginas da fórmulas para sacarle el cuerpo al trabajo, defiende el escaqueo como un arte que requiere la cooperación de los compañeros y suscribe la decisión del grupo anarquista Decadent Action de instaurar el lunes como “el día de llamar al trabajo y decir ‘estoy enfermo”. En Austria triunfa la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo, que busca la piedra filosofal, el eigenzeit (el propio tiempo); en Japón, el Sloth Club con su eslogan Lo lento es bello; en Estados Unidos, Take Back Your Time aspira a convertirse en una plataforma social de activistas del tiempo. Asiáticos y anglosajones miran de reojo y con envidia la vida mediterránea: la España de la siesta, la Italia de la dolce vita. Puros mitos para turistas. Italia, harta de la tiranía de la velocidad, lidera el movimiento Slow Food en el mundo. En Grecia, según los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se trabaja aún más que en Estados Unidos. Y en España somos los últimos en echar el cierre en las oficinas, al filo de las nueve de la noche. Trabajamos unas 1.807 horas al año. Aun así, de momento conservamos como oro en paño los quince minutos del aperitivo y la hora y media o dos de las comidas. Un hábito que, según se mire, puede ser un arma de doble filo en la conquista del tiempo.

Todas estas filosofías, movimientos o asociaciones tienen en común una nueva escala de valores que podría resumirse en tres puntos: trabajar para vivir y no vivir para trabajar; disfrutar el presente y sacar tiempo para aprovechar lo que tenemos, y quitar el pie del acelerador e ir más despacio. Unos preceptos que pueden sonar muy sensatos, pero que tienen que luchar contra el descrédito que supone la lentitud en la era del kilobyte por segundo. Ser lento es ser un perdedor, carente de iniciativa, un torpe. ¿O no? Algo se está moviendo para que hasta el marketing esté apostando por la pachorra. Ahí tenemos ese eslogan de los calzados Camper, Camina, no corras, o la campaña de los helados Häagen-Dazs en el Reino Unido: el anuncio en cuestión anima a sacar el bote de la nevera y esperar 12 minutos antes de meter la cuchara. Entonces, y sólo entonces, habrá alcanzado el punto perfecto de suavidad y placer. El nuevo Volkswagen Beetle se vende en Japón con un reclamo en inglés: “Go slow”. Orange, la empresa de telefonía recién estrenada en España, ha basado su campaña británica de este año en la idea de que las cosas buenas de la vida, como jugar con los hijos o enamorarse, pasan cuando el teléfono está desconectado.

Palafrugell es un pueblo de la Costa Brava donde recala los fines de semana la gente que sale huyendo del tumulto urbanita de Barcelona. Allí se vive un poco más despacio, aunque sigue habiendo mucho coche, a criterio de algunos vecinos. Es una de las cuatro ciudades españolas que aspiran a la marca Cittá Slow; las otras son Pals y Begur, también en la Costa Brava, y Mungia, en Vizcaya. Cittá Slow es una red de ciudades que apuesta por desacelerar, reducir al mínimo la presencia de coches, recuperar la calle para el ciudadano y hacer la vida más fácil. Bra, una pequeña ciudad italiana, es el búnker de la corriente, pero ya hay más de 60 cittá slow en el mundo, y otras tantas están pujando por entrar.

Uno de los requisitos indispensables es tener menos de 55.000 habitantes. Además, las aspirantes deben hacer una apuesta fuerte por el pequeño comercio, la agricultura sostenible y las tradiciones locales. Deben contar con un sistema eficiente de depuración de aguas y una recogida diferenciada de basura. Pero lo más difícil, y es condición indispensable para plantar la bandera de Cittá Slow, es poner freno a la desmedida ambición urbanística que campa en todas partes. En Palafrugell esperan la visita de la comisión italiana que decidirá si dan la talla. ¿Los puntos débiles? “No se nos da del todo bien lo del reciclaje de residuos y falta implicación popular, pero no queremos quemar a la gente antes de tiempo”, explica Joan Aliu, concejal de Turismo, que cree que si consiguen la marca Cittá Slow tendrán más fuerza para animar a los vecinos. Aliu también reconoce una fuerte presión urbanística que habrá que parar. “Es un pueblo de costa donde no deja de crecer la venta de segundas residencias; lo mismo pasaba en Abbiategrasso, que está al lado de Milán, y allí han conseguido una ciudad tranquila”, explica animado. Abbiategrasso es una cittá slow italiana donde llegó Aliu en una autocaravana para comprobar las bondades del movimiento antes de importar la moda a la Costa Brava. Pero la norma en Palafrugell es clara: el litoral no se toca, caiga quien caiga. ¿Realmente es Palafrugell un remanso de paz y lentitud? Carmen es alicantina, pero ha vivido ocho años en el pueblo, y aunque dice que ella se siente “agobiada por los coches como en cualquier sitio”, reconoce que se cuidan algunas cosas. “En verano te daban una bolsa de tela en la panadería que llevabas cada día para no usar las de plástico. En la pescadería te dan puntos si llevas el aceite usado para reciclar; luego, con esos puntos te puedes llevar un carro de la compra. La gente lleva su capazo al mercado de frutas y verduras. A su niña de ocho años le enseñan en el colegio a reciclar el envoltorio del bocadillo”. En el pueblo esperan el veredicto de la comisión. “Antes eran muy estrictos, la selección la validaba una empresa; pero ahora lo importante es que vayas por el buen camino”. El concejal cree que “hay voluntad” para que los cuatro municipios españoles consigan la marca Cittá Slow. “Ellos saben qué somos y qué no somos”.


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