lunes, 2 de mayo de 2011

Deliberación moral y crisis del capitalismo

Toda culpa reclama un rostro. Y también una expiación. En estas mismas páginas, ha dicho Antón Costas en un soberbio artículo, Quiebra moral de la economía de mercado (EL PAÍS, 18 de abril), que hasta que la sociedad no manifieste su indignación contra el capitalismo financiero y la política no recobre su autonomía frente a este, no podrá darse una salida a la crisis, que ha de venir de una refundación moral de la economía de mercado. Los comentarios que siguen pretenden mostrar que esa quiebra moral que con mucha razón se predica de nuestra sociedad y del sistema económico que la sustenta, y la consiguiente destrucción de valores con que se retroalimenta, han tenido necesariamente que originarse en un colapso de nuestra capacidad y calidad deliberativas. En la antigüedad, la deliberación moral era considerada imprescindible para guiar la acción, y la ausencia de la misma se calificaba como imprudencia. El hombre prudente era, precisamente, el capaz de deliberar con rectitud de juicio, equidad, inteligencia crítica y conocimiento práctico. La prudencia así entendida es inseparable de la acción.

Los valores no nacen ni mueren; no son realidades objetivas ni existen exclusivamente en nuestras mentes; los valores se construyen por medio de procesos de deliberación individuales (esto es, de uno consigo mismo) o colectivos (de uno con otros o incluso de todos con todos). El hombre, a través de la interacción de deliberación y acción, realiza valores. Así es como progresa moral y a la postre materialmente la sociedad. La crisis ha puesto al desnudo nuestra incapacidad de realizar valores y nuestro empeño en producir disvalores. Y en ello vienen incidiendo, desde hace tiempo en Occidente, al menos tres factores que han estallado en la línea de flotación de nuestros principios morales. El primero ha sido la confusión de prudencia y ciencia. Los economistas académicos, los banqueros, las agencias de calificación, los propios Gobiernos y el consumidor en general han aceptado -más o menos interesadamente- como conocimiento "científico" que orienta y determina su conducta, unos modelos de decisión y comportamiento económico-financiero que se fueron gestando desde mediados del siglo pasado, y cuyo núcleo puede resumirse, simplificando mucho, en la asunción de una racionalidad maximizadora de los agentes, de una eficiencia perfecta en la asignación de recursos por los mercados, de la posibilidad técnica de descorrelacionar rentabilidad y riesgo, y de la superioridad financiera de la deuda en la creación de riqueza. Fue Aristóteles, el primer gran promotor de la prudencia como instrumento de deliberación para la acción, el que descartó tajantemente su aparejamiento con el conocimiento apodíctico propio de la sabiduría y la ciencia. Estas últimas tratan de lo necesario, mientras que la prudencia, la deliberación, versan sobre lo contingente. Al elevar a categoría de ciencia modelos que funcionan en el mundo de lo contingente, el hombre de hoy ha prescindido de deliberar y se ha dejado cómodamente llevar por aquello que los modelos predecían. Y al evadirse de un principio básico de la deliberación critica, a saber, asumir la responsabilidad final de las acciones, poniéndola en manos de modelos artificiales, poco le ha costado desprenderse de la siempre dura obligación de oponerse o descartar aquellas prácticas o acciones conflictivas con nuestros valores. De esta forma, hemos causado entre todos una enorme bola de fuego que se ha llevado por delante buena parte de lo construido durante décadas. Y digo entre todos porque -si bien en muy diferente grado- es irresponsable e imprudente el que da vueltas a un crédito con el exclusivo objeto de lucrarse, pero también el que lo acepta sabiendo que no podrá devolverlo. Y en esto disiento de aquellos que señalan como únicos responsables del marasmo a los representantes del denostado entramado financiero. El mundo financiero tiene desde luego una responsabilidad moral determinante, absoluta y final sobre lo que ha acontecido, pero eso no quiere decir que los muchos que se han dejado llevar por el espejismo del dinero fácil, los que han aceptado subirse a la ola mirando hacia otro lado y sin decir ni pío, no deban asumir la suya. En un sistema auténticamente ético la expiación de unos no exime de responsabilidad al resto; más bien al contrario, afirmaciones de esa guisa ofrecen la perfecta coartada al hombre-ausente para desvincularse de su propia responsabilidad moral.

Una segunda razón que ha eclipsado la práctica de la deliberación crítica en estos años ha sido el conformismo o la comodidad moral. En todo proceso de deliberación hay dos partes, una emocional y otra intelectual. John Dewey llamó a lo primero "valorar" y a lo segundo "valoración". Valorar es lo que hacemos intuitivamente al percibir un estado de cosas que nos incita a la acción. Las emociones, los hábitos, las costumbres generan una primera reacción, una propuesta inmediata para nuestra acción. Pero si no interviene la parte racional de nuestro cerebro, el proceso queda incompleto, no hay valoración propiamente dicha y, consecuentemente, no hay acción prudente. Pensar se ha vuelto doloroso, acaso peligroso, en los días que vivimos; ponderar, imaginar cursos de acción, valorar alternativas, prever consecuencias y tomar iniciativas no está a la altura de los tiempos; es menos costoso y arriesgado mantenerse a rueda. La actitud habitual del hombre de hoy es la de un polizón (free-rider) que trata de apropiarse de los beneficios del esfuerzo deliberativo y las acciones de otros sin incurrir en ninguno de los costes necesarios para generarlos. Así, cada vez menos votantes acuden a las urnas, cada vez menos accionistas elevan su voz en las juntas y cada vez menos lectores reclaman independencia y objetividad a sus medios. Un sistema que aspira a la regeneración moral, necesita que sus miembros asuman el coste a corto plazo de significarse, decir no cuando proceda y proponer estrategias alternativas. La buena deliberación no sólo consiste en elegir los medios adecuados para los fines deseados, sino también y sobre todo en analizar críticamente y decidir cuáles deben ser esos fines. Y nadie que no seamos nosotros mismos puede o debe hacerlo. El hombre peleó durante siglos para desprenderse del yugo moral de la religión y no tendría sentido entregarse ahora al de la indiferencia o la inacción.

El tercer escollo a nuestra capacidad de reacción es, precisamente, nuestra incapacidad para aceptar el fracaso moral, aprender de él y tomar medidas para superarlo. Es bastante habitual reconocer que uno aprende de los errores y no tanto de los éxitos. Pero otra cosa es el fracaso. Nos cuesta asumirlo pues creemos que se trata de una mancha irreversible, el principio del fin de nuestra intocable autoestima. Pero al igual que los individuos, las sociedades también se regeneran moralmente y para hacerlo necesitan digerir y aprehender los fracasos colectivos. También aquí la deliberación crítica juega un papel esencial. De la misma forma que todas las épocas de progreso intelectual, moral y al final material han estado precedidas por etapas de intensa deliberación individual y colectiva, también el renacimiento moral de las sociedades ha requerido -como ocurrió, por ejemplo, en la Alemania de posguerra- una vuelta del pueblo a la reflexión y deliberación críticas.

El resultado de estas tres limitaciones es bien conocido. La estructura de nuestros valores ha cambiado drásticamente. Los valores instrumentales, a saber, los que se intercambian y miden por unidades monetarias, han eclipsado a los valores intrínsecos, aquellos que son valiosos por sí mismos con independencia de su soporte. Un sistema de valores puramente instrumental empobrece al individuo y a la sociedad, trunca su capacidad de revolverse y luchar en las crisis, y desactiva el proceso de deliberación crítica. Es como un círculo vicioso: a menor capacidad y calidad de deliberación, mayor el peso de los valores instrumentales en nuestras vidas; en el límite, en un mundo puramente instrumental, la deliberación moral perdería buena parte de su sentido, se transformaría en una mera discusión técnica, en la búsqueda de los medios óptimos para producir valor instrumental puro. Esa sociedad seria inhumana; eficiente, pero poco equitativa. Si no queremos llegar a ella, empecemos por asumir el fracaso. Que los políticos recuperen su autonomía y que los financieros expíen su culpa, como reclama el profesor Costas; y que la indignación y la resistencia pasiva jueguen su papel dinamizador y revolucionario. Pero si los valores se construyen y realizan con base en procesos de deliberación moral, que cada uno en su círculo, organización o área de influencia se aplique a ello. La refundación moral de un sistema dinámico de relaciones multipolares y multipersonales, que es en lo que ha devenido el capitalismo, demanda un cambio generalizado de actitudes, y este pasa necesariamente por una recuperación de la facultad deliberativa crítica del individuo.

Santiago Eguidazu es alumno de la Escuela de Filosofía.

Fuente: El País


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