Se introdujeron en Europa en los años setenta, un poco más tarde en
España. Eran cómodas, baratas, vistosas, desechables. Todo el mundo te
daba una y, como no había que pagar por ellas, mucha gente cogía dos o
tres al vuelo, incluso si no las necesitaba para nada. En esa época, y
todavía hoy en muchos países pobres, se las acumulaba, se las adoraba,
se les rendía una especie de culto, como al oro o a los dioses. Quizás
porque era la única cosa que se podía sumar sin límites o porque se
asociaba originalmente a la riqueza de los centros capitalistas, lo
cierto es que en las zonas más desfavorecidas del planeta, en las aldeas
perdidas de Marruecos o en los barrios más castigados de El Cairo, se
podía percibir una extraña avaricia aciaga, una multiplicación voraz en
todos los formatos y todos los tamaños. Cada vez había más en las casas;
cada vez llegaban más a los vertederos y su loca levadura cancerosa
producía una suerte de alegría de la abundancia entre los que no tenían
nada. La primera vez que me dieron una en un comercio de La Habana, hace
pocos años, me puse muy triste; porque revelaba un rumbo económico y
ecológico descarriado y porque la dependienta me la entregó con el
orgullo de quien confunde un salto hacia el abismo con un salto hacia
adelante. Como en Epistolario del subdesarrollo, la canción que
Silvio Rodríguez escribió en 1969, es siempre muy fuerte el deseo de
liberarse de la sensatez que oprime y de atarse a la insensatez que
libera -sobre todo si viene de Europa o de los EEUU.
Hoy las bolsas
de plástico han invadido el planeta. Para que nos hagamos una idea, en
el año 2002 se produjeron en todo el mundo entre 4 y 5 trillones de
unidades. En 2008, sólo Europa fabricó 3, 4 millones de toneladas y
desechó 100 billones de ejemplares. Algunas bolsas de plástico son
prácticamente indestructibles, como las almas cristianas; otras tardan
en disolver todo rastro de su existencia entre 180 y 400 años, ocho
veces la edad media de vida en Sierra Leona. Por lo demás, unas 270
especies marinas ven afectada su supervivencia por culpa de estos
polímeros químicos, derivados en su mayor parte del petróleo, que flotan
a la deriva en los océanos. Como es sabido, en el norte del Pacífico,
se ha localizado una gigantesca isla flotante de basura, compuesta sobre
todo de materias plásticos y cuya extensión de 1,4 millones de
kilómetros cuadrados triplica el territorio de España.
Pero esta
invasión imparable y potencialmente letal, acompañada o alimentada por
el júbilo de la abundancia, proporciona una buena metáfora de las
trampas lógicas del capitalismo. Recuerdo que a finales de los ochenta,
cuando en las casas españolas había más bolsas de plástico que pulgas en
un perro o ratas en un barco que se hunde, empezó a resultar
inquietante este excedente a todas luces inaprovechable. ¿Qué hacer con
ellas? La idea de que cada una de ellas podía resultar útil en
algún momento impedía tirarlas a la basura; su exceso las hacía en
conjunto completamente inútiles. Esta superfluidad materializada en
todos los rincones de la cocina producía casi una cierta desazón
metafísica; de los cajones salían bolsas de plástico, de los bolsillos
brotaban bolsas de plástico; las bolsas de plástico comparecían aquí y
allá, como medusas fuera del agua, o fantasmas blandos, invocando un uso
imposible, proclamando su redundancia fatal. ¿Para qué podían servir?
Entonces
alguien inventó otra bolsa, esta vez de tela, a veces en forma de
animal, para guardar las bolsas de plástico. El alivio fue inmediato.
Digamos que todas las bolsas inútiles podían guardarse juntas en la
única bolsa que era realmente útil y cuya utilidad estaba precisamente
justificada por la inutilidad de sus huéspedes. Parecía una magnífica
ocurrencia. Pero en realidad este alivio traducía una extraña paradoja,
un curioso cortocircuito lógico o tautología viciosa, en virtud de la
cual se invertía la relación entre continente y contenido y era éste el
que parecía encontrar justificación al mismo tiempo que alojamiento.
¿Para qué sirven las bolsas de plástico? ¡Por fin lo sabíamos! ¡Para
guardarlas en la bolsa de tela! Las bolsas de plástico volvían a ser
útiles, cumplían una función, encontraban un sentido a su existencia. No
es que la bolsa de tela sirviera para guardar las bolsas de plástico
sino que las bolsas de plástico -cuya inutilidad hasta entonces tanto
nos inquietaba- servían ahora para rellenar la de tela; y por lo tanto,
había que adquirir más y más bolsas de plástico para mantener siempre
llena la de tela; e incluso comprar otra bolsa de tela, y apresurarse a
llenarla, cada vez que no cabían más bolsas de plástico en la primera.
Las bolsas de plástico servían para rellenar las bolsas de tela que
servían para guardar las bolsas de plástico. De manera que cada vez
había más bolsas de plástico y más bolsas de tela en la cocina. Lo que
quizás explica por qué hay hoy un basurero flotante más grande que
España y Francia juntas en el océano Pacífico.
Pero esta paradoja
de la inutilidad recíproca -de la utilidad encantada- explica también
por qué aceptamos con alborozo, como grandes logros de la evolución
humana, las monstruosas redundancias del capitalismo. Digamos que el
capitalismo siempre está inventando -sobre todo está inventando- bolsas
de tela para guardar bolsas de plástico. Siempre está inventando
soluciones muy funcionales a un mundo que en realidad no funciona. Por
ejemplo: la autopista de circunvalación subterránea más grande del
mundo, la M-30 de Madrid, es una obra de ingeniería refinada y eficaz
que viene a justificar como razonable la miseria vital de la mayor parte
de los madrileños: el exceso de coches con sus secuelas ambientales, la
distancia cada vez mayor entre el hogar y el trabajo, la imposibilidad
de educar a los propios hijos o la reducción del tiempo de ocio (Javier
Mestre ha publicado recientemente una interesantísima novela sobre su
construcción). Por ejemplo: el mercado mismo, como distribuidor de
recursos, es una magnífica solución que viene a justificar como
razonable la previa inutilización de la mayor parte de los recursos
individuales y colectivos.
El mayor invento de la humanidad no
son las bolsas de plástico, sino las cajas. La caja craneal y la caja
torácica, donde guardamos el corazón; los libros, cajas de letras; y la
caja de música; y la cajeta, que es como en México llaman al dulce de
leche. La rueda misma se inventó, no para acarrear bolsas sino cajas: el
carro, en efecto, es una caja rodante. Y el impulso de la tecnología ha
sido siempre el de inventar cajas cada vez más pequeñas con una
capacidad cada vez mayor: los soportes informáticos son cajas diminutas
en las que cabe varias veces el mundo -y en ese sentido, en términos
tecnológicos, son lo contrario de una bomba atómica, que puede
destruirlo varias veces.
Una caja de libros es una caja llena de
cajas: lo contrario de una bolsa llena de bolsas. En esta última semana
he recuperado una parte de mi biblioteca, varada en una de las
estaciones de mi vida. Durante dos días he sacado de 20 cajas de cartón
decenas de libros, tocados, vividos, subrayados, anotados. He acabado
tan cansado como si picase piedra en una cantera; y me duelen tanto los
riñones como si fuese cargador de puerto. Hay algo muy bonito en este
hecho antiguo, un poco primitivo, de que la cultura ocupe lugar.
Pero también, mientras resucitaba un libro tras otro entre mis manos, me
he sentido un poco apremiado y acosado: todo a mi alrededor me parecía
excesivo, como si en la capacidad misma de producir hubiese algo
canceroso e irrefrenable; como si todo ese papel fuese una excrecencia
de mi cuerpo y tuviese que cargar el resto de mi vida con una monstruosa
jiba de miles de kilos sobre la espalda, con un enorme caparazón de
tortuga de pequeñas posesiones calcificadas. Y he sentido la necesidad
de dejar sólo el cielo, las montañas, los dos brazos. Y una pequeña caja que contenga todas las cosas que el capitalismo aún no ha robado.
El capitalismo inventa sin parar bolsas para guardar bolsas. Carguemos pocas cosas, pero siempre en cajas.
La Calle del Medio