Los políticos han logrado el
prodigio de comunicar constantemente la opacidad.
Algo no está yendo bien. De los
dos métodos clásicos para obligar a alguien a aceptar aquello que le perjudica
-la fuerza y la persuasión-, los gobernantes europeos han elegido el segundo:
civilización obliga. La persuasión se consigue mediante una sutil elección de
las palabras, para que cumplan su función de forma inconsciente. Lo describió
con admirable franqueza Frank Luntz, asesor lingüístico del Partido
Republicano, en su libro Words that work (Palabras que funcionan). En la década
de los noventa se encargó de reformular su mensaje sobre el sistema
asistencial, que era Preservar y proteger la Seguridad Social:
"En mis encuestas y trabajo de campo", relata Luntz, "percibí
que la mayoría de la gente era favorable, en realidad, a una postura más activa
y comprometida. Preservar y proteger sugiere mantenerlo como está, mientras que
fortalecer implica mejorarlo, y eso es lo que los mayores realmente querían
(...). Docenas de diputados republicanos estuvieron de acuerdo".
Para seguir tan sencillas
instrucciones, resulta irrelevante detenerse en las acciones que realmente se
estén llevando a cabo: lo importante es forjar la percepción que los ciudadanos
se hacen de ellas. Ya no es que la comunicación haya sustituido a la política;
es que los políticos han logrado el prodigio de comunicar constantemente la
opacidad. Por eso ni el PP ni el PSOE se molestaron en explicar las
implicaciones de la reforma constitucional. Les bastó con cumplir un ritual de
ventas cuyo eslogan pasaba por la idea demencial de que al introducir como
"prioridad absoluta" el pago a los acreedores se garantiza la
política social. En buena lógica, esa garantía se habría logrado elevando a
prioridad constitucional el Estado de bienestar, pero las "palabras que
funcionan" no están al servicio de la lógica, sino de la conquista de las
mentes.
Sin embargo, algo no marcha como
debiera. Los usos lingüísticos deben seducir, y la seducción nunca revela sus
métodos. Las palabras deben sugerir, el discurso ha de resultar envolvente. Se
trata de crear una mistificación -un marco, por usar el término de Lakoff-
donde la persuasión fluya sin estridencias.
Cuando los gobernantes se ven
obligados a pelear abiertamente por colocar sus conceptos, el engranaje se está
atascando. Dolores de Cospedal pide a los periodistas con insistencia no hablar
de recortes, sino "de una mejora de la gestión", mientras Esperanza
Aguirre los niega una y otra vez. Se ven obligadas a rechazar de forma abierta
la palabra "recortes", porque la seducción ha fracasado. Entonces la
lógica se abre paso: no se salva la sanidad pública cerrando hospitales, no se
tienen buenos médicos quitándoles media paga de Navidad; no se mejora la
enseñanza aumentando el número de alumnos por aula ni se invierte en el futuro
de un país reduciendo el presupuesto de Educación.
Hace algunos días el consejero
delegado del BBVA, Ángel Cano, recomendaba a los periodistas que no emplearan
la palabra "ricos", por su "enorme carga emocional", y
sugería cambiarla por "personas de rentas elevadas". Sin embargo, se
han oído pocas quejas respecto de otras palabras con una fuerte carga emocional
que llevan tres años asentadas en el discurso dominante: miedo, pánico, pavor,
nerviosismo, intranquilidad, incertidumbre, abismo, bancarrota, quiebra. Parece
fuera de toda duda que la situación económica es pésima, pero si uno levanta la
vista de esos folletines de terror en que se han convertido los periódicos,
repara fácilmente en cómo el discurso del miedo se reconduce a favor de unas determinadas
políticas y no otras. Quiebra Lehman Brothers, el sistema financiero mundial
entra en crisis, ¿y nos hablan de mejorar la gestión hospitalaria? Estalla la
burbuja inmobiliaria, se multiplica la morosidad de los constructores, a los
bancos no les cuadran sus balances, ¿y hay que racionalizar el presupuesto de
los institutos? Los hechos indican que han faltado buenos gestores, no en
hospitales y colegios, sino en bancos, cajas y Ministerios o Consejerías de
Economía. ¿En qué pliegue del camino se quedó el sentido? O, como diría el
Clotaldo de La vida es sueño: "¿Qué confuso laberinto es este, donde no
puede hallar la razón el hilo?".
Hemos llegado hasta aquí sin
apenas sobresaltos sociales, pese a las altas cifras de parados, desahuciados,
precarios; pese a las subidas de impuestos y las restricciones. El miedo ha
abonado la persuasión. Pero junto a esta nueva oleada de recortes del 20%, que
entran inmediatamente en vigor, se anuncia una tasita financiera del 0,01% para
2014, una segunda recesión y quizá nuevos rescates bancarios con más dinero de
los contribuyentes.
Convertir en relato coherente
esta alucinación va a requerir dosis de seducción sobrenaturales, justo cuando
empezamos a percibir el fin del embrujo en las hordas griegas y en los
asaltantes del Instituto Catalán de la Salud. El desparpajo con que los gobernantes
piden que no llamemos recortes a los recortes muestra que las palabras han
dejado de funcionar como esperaban los aventajados alumnos de Luntz. Intentarán
darles cuerda como a un juguete averiado y, al constatar su inoperancia,
descargarán su furia arrojándolo contra la pared. Porque allí donde falla la
persuasión por la palabra, la violencia se pone a trabajar. El golpe fue
siempre el recurso más convincente de la autoridad.
Irene Lozano es ensayista y
periodista.
El País