La inminente
aprobación de la Ley de Mecenazgo en España pone de manifiesto la
necesidad de un nuevo modelo público para el sector cultural y los
peligros del modelo de patrocinio.
“El mecenazgo es el impuesto
que cada ciudadano elige, pero
al dinero sumamos el compromiso,
es decir, la pasión de aquello
en lo que creemos”. Ésta es la
frase de influencia francesa con
la que el nuevo ministro de
Educación, Cultura y Deporte,
José Ignacio Wert, introdujo en
su primera comparecencia en el
Congreso de los Diputados el 2
de febrero el tema de una nueva
Ley de Mecenazgo, anunciada
en el programa electoral del PP.
A expensas de la aparición del
texto, ya se conocen las líneas
que van a definirlo.
El mecenazgo supone inversión
privada en cultura. Sin embargo,
no es una inversión desinteresada:
la Ley 49/2002 del 23
de diciembre, que atañe al mecenazgo
y se encuentra en vigencia,
establece un incentivo
del 35% de desgravación sobre
el impuesto de sociedades para
aquellas entidades privadas que
inviertan en cultura.
La propuesta de Wert es
equipararse a países europeos
como Francia, donde las desgravaciones
desde 2003 alcanzan
el 60%. En países como
EE UU o Brasil, las desgravaciones
alcanzan el cien por cien.
Además de ser un dinero que
ya no se paga al Estado, esta medida
implica que la gestión de la
inversión en cultura deja de estar
en manos públicas y pasa a
estar en manos de entidades privadas,
quienes eligen (al margen
de los intereses generales)
en qué proyectos van a invertir
de cara a la desgravación. A su
vez, los espacios culturales públicos
sirven de palestra privada
para la publicidad de anunciantes
que “apoyan” la cultura.
Pero el mecenazgo no queda
ahí. En ese doble interés (desgravación
y publicidad), las empresas
privadas no promueven
nuevas iniciativas culturales, a
artistas emergentes o propuestas
alternativas, sino que eligen
espacios y proyectos con un criterio
de marketing, enfocado a
la visibilidad de sus marcas. Bajo
el mecenazgo sistemático en cultura
y expresiones artísticas encontramos
que la ciudadanía,
dueña colectiva y legítima del
patrimonio, es apartada cada
vez más de las decisiones en torno
a su cultura y en consecuencia
a su identidad.
En la participación “público privada”
que defiende Wert, las
decisiones sobre el patrimonio
cultural quedan condicionadas
aún más a una minoría que nadie
ha elegido con su derecho al
voto, pero cuya capacidad económica
le permite decidir a qué
tipo de cultura y producción artística
destinar los recursos.
La frase de Wert “aquello en
lo que creemos” no hace referencia
al progreso cultural ni al conjunto
de la ciudadanía, sino al interés
particular de esa minoría
de personas que forman parte
de las estructuras de poder económico
y político, y que pueden
permitirse inversiones privadas
en cultura.
Dependencias perversas
La financiación privada y personalista
genera dependencia de
los proyectos culturales, que
funcionan con la amenaza de poder
perder esa financiación, provocando
situaciones como la del
Museo Guggenheim de Berlín.
Después de 15 años de vida, el
Deutsche Bank, que lo financiaba,
Ha decidido no renovar su patrocinio,
condenando al museo
al cierre, lo cual ha dejado un notable
vacío en la escena artística
europea, pero también una de
las colecciones de arte más ricas
del mundo en manos del banco
alemán, que hoy tiene en su po-
der más de 56.000 obras. A partir
de este caso, que se replica
en España con ejemplos en todas
las disciplinas artísticas y
culturales (cierre de museos, salas
de teatro, desaparición de
programas de actividades en bibliotecas,
gestión privada de espacios
públicos...), reluce la estrategia
neoliberal de fondo,
que entiende la cultura no como
un bien común identitario o como
una riqueza colectiva, sino
como una mercancía dentro de
una “industria cultural” con rentabilidades
privadas.
Hoy, los Gobiernos de Occidente,
no sólo de España, defienden
la cultura como un elemento
clave de “la economía del
conocimiento” y como una vía
esencial de contribución al
PIB, en unas cifras que bailan
según las actividades incluidas
en la estadística, del 3 al 4%, y
que desglosadas muestran un
dominio permanente del mundo
editorial, el cine y la televisión
por encima del resto de actividades.
Así, lo que atañe al
mundo cultural público y no al
empresarial privado es minoritario,
con una contribución de
menos del 10% que integraría a
las artes escénicas, patrimonio,
música, archivos y bibliotecas.
Hablamos de cifras que maquillan
la realidad y que tratan
de exponer como recurso económico
“altamente rentable” algo
que es todo lo contrario, pues
los bienes que la cultura aporta
a la sociedad son inmateriales y
contribuyen más al desarrollo
subjetivo que al económico.
La inversión en producción y
gestión cultural no puede hacerse
como si fueran bienes financieros.
Es otra innovación, economía
y enriquecimiento, lo que
necesita la cultura para que sea
democrática, de calidad y esté
al alcance de toda la población.
En el Estado español un 2,8%
de la población trabaja en el sector
de la cultura. En los últimos
años, la privatización y los recortes
públicos de los recursos
culturales han creado
“formas
de autoempleo precario, marcado
por una extrema flexibilidad,
autoexplotación y una intermitencia
económica”, según el investigador
Jaron Rowan.
¿Quién decide
dónde destinar
los recursos?
El modelo de financiación privada de
la cultura incentivada con las deducciones
sobre los impuestos aparece
por primera vez en EE UU en los años
‘20. El modelo se extiende a los países
occidentales capitalistas desarrollados
rápidamente. Justificándolo en la falta
de recursos estructurales, se ha ilustrado
el sector cultural como una fuente
de recursos. La realidad es que no es
una fuente de recursos para el Estado,
sino un sumidero. No se trata de sectores
productivos ni que generen riqueza,
por lo que para las fuerzas del mercado
resulta inexplicable que vayan a
invertir en ellas en pos del interés
general, si no es por los beneficios que
el Estado pueda brindarles por esas
inversiones. Así, el Estado deja de ser
progresivamente quien toma las decisiones
sobre inversión cultural, pasando
a hacerlas las empresas. El patrimonio
cultural es un bien común de la
humanidad tal y como define la
Unesco, sobre el que sin embargo deciden
unas élites y no los pueblos, quienes
son sus legítimos dueños.
Daniel Palacios González
Diagonal