martes, 21 de febrero de 2012

La cultura como mercado

La inminente aprobación de la Ley de Mecenazgo en España pone de manifiesto la necesidad de un nuevo modelo público para el sector cultural y los peligros del modelo de patrocinio.

“El mecenazgo es el impuesto que cada ciudadano elige, pero al dinero sumamos el compromiso, es decir, la pasión de aquello en lo que creemos”. Ésta es la frase de influencia francesa con la que el nuevo ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, introdujo en su primera comparecencia en el Congreso de los Diputados el 2 de febrero el tema de una nueva Ley de Mecenazgo, anunciada en el programa electoral del PP. A expensas de la aparición del texto, ya se conocen las líneas que van a definirlo.

El mecenazgo supone inversión privada en cultura. Sin embargo, no es una inversión desinteresada: la Ley 49/2002 del 23 de diciembre, que atañe al mecenazgo y se encuentra en vigencia, establece un incentivo del 35% de desgravación sobre el impuesto de sociedades para aquellas entidades privadas que inviertan en cultura.

La propuesta de Wert es equipararse a países europeos como Francia, donde las desgravaciones desde 2003 alcanzan el 60%. En países como EE UU o Brasil, las desgravaciones alcanzan el cien por cien.

Además de ser un dinero que ya no se paga al Estado, esta medida implica que la gestión de la inversión en cultura deja de estar en manos públicas y pasa a estar en manos de entidades privadas, quienes eligen (al margen de los intereses generales) en qué proyectos van a invertir de cara a la desgravación. A su vez, los espacios culturales públicos sirven de palestra privada para la publicidad de anunciantes que “apoyan” la cultura.

Pero el mecenazgo no queda ahí. En ese doble interés (desgravación y publicidad), las empresas privadas no promueven nuevas iniciativas culturales, a artistas emergentes o propuestas alternativas, sino que eligen espacios y proyectos con un criterio de marketing, enfocado a la visibilidad de sus marcas. Bajo el mecenazgo sistemático en cultura y expresiones artísticas encontramos que la ciudadanía, dueña colectiva y legítima del patrimonio, es apartada cada vez más de las decisiones en torno a su cultura y en consecuencia a su identidad.

En la participación “público privada” que defiende Wert, las decisiones sobre el patrimonio cultural quedan condicionadas aún más a una minoría que nadie ha elegido con su derecho al voto, pero cuya capacidad económica le permite decidir a qué tipo de cultura y producción artística destinar los recursos.
La frase de Wert “aquello en lo que creemos” no hace referencia al progreso cultural ni al conjunto de la ciudadanía, sino al interés particular de esa minoría de personas que forman parte de las estructuras de poder económico y político, y que pueden permitirse inversiones privadas en cultura.

Dependencias perversas

La financiación privada y personalista genera dependencia de los proyectos culturales, que funcionan con la amenaza de poder perder esa financiación, provocando situaciones como la del Museo Guggenheim de Berlín. Después de 15 años de vida, el Deutsche Bank, que lo financiaba, Ha decidido no renovar su patrocinio, condenando al museo al cierre, lo cual ha dejado un notable vacío en la escena artística europea, pero también una de las colecciones de arte más ricas del mundo en manos del banco alemán, que hoy tiene en su po- der más de 56.000 obras. A partir de este caso, que se replica en España con ejemplos en todas las disciplinas artísticas y culturales (cierre de museos, salas de teatro, desaparición de programas de actividades en bibliotecas, gestión privada de espacios públicos...), reluce la estrategia neoliberal de fondo, que entiende la cultura no como un bien común identitario o como una riqueza colectiva, sino como una mercancía dentro de una “industria cultural” con rentabilidades privadas.

Hoy, los Gobiernos de Occidente, no sólo de España, defienden la cultura como un elemento clave de “la economía del conocimiento” y como una vía esencial de contribución al PIB, en unas cifras que bailan según las actividades incluidas en la estadística, del 3 al 4%, y que desglosadas muestran un dominio permanente del mundo editorial, el cine y la televisión por encima del resto de actividades. Así, lo que atañe al mundo cultural público y no al empresarial privado es minoritario, con una contribución de menos del 10% que integraría a las artes escénicas, patrimonio, música, archivos y bibliotecas.

Hablamos de cifras que maquillan la realidad y que tratan de exponer como recurso económico “altamente rentable” algo que es todo lo contrario, pues los bienes que la cultura aporta a la sociedad son inmateriales y contribuyen más al desarrollo subjetivo que al económico.

La inversión en producción y gestión cultural no puede hacerse como si fueran bienes financieros. Es otra innovación, economía y enriquecimiento, lo que necesita la cultura para que sea democrática, de calidad y esté al alcance de toda la población. En el Estado español un 2,8% de la población trabaja en el sector de la cultura. En los últimos años, la privatización y los recortes públicos de los recursos culturales han creado “formas de autoempleo precario, marcado por una extrema flexibilidad, autoexplotación y una intermitencia económica”, según el investigador Jaron Rowan.

¿Quién decide dónde destinar los recursos?

El modelo de financiación privada de la cultura incentivada con las deducciones sobre los impuestos aparece por primera vez en EE UU en los años ‘20. El modelo se extiende a los países occidentales capitalistas desarrollados rápidamente. Justificándolo en la falta de recursos estructurales, se ha ilustrado el sector cultural como una fuente de recursos. La realidad es que no es una fuente de recursos para el Estado, sino un sumidero. No se trata de sectores productivos ni que generen riqueza, por lo que para las fuerzas del mercado resulta inexplicable que vayan a invertir en ellas en pos del interés general, si no es por los beneficios que el Estado pueda brindarles por esas inversiones. Así, el Estado deja de ser progresivamente quien toma las decisiones sobre inversión cultural, pasando a hacerlas las empresas. El patrimonio cultural es un bien común de la humanidad tal y como define la Unesco, sobre el que sin embargo deciden unas élites y no los pueblos, quienes son sus legítimos dueños.

Daniel Palacios González
Diagonal

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